domingo, 9 de enero de 2011

Sobre Marianela y marianelos

-Y si Dios no quiere otorgarme ese don -añadió el ciego-, tampoco te separarás de mí, también serás mi mujer, a no ser que te repugne enlazarte con un ciego. No, no, chiquilla mía, no quiero imponerte un yugo tan penoso. Encontrarás hombres de mérito que te amarán y que podrán hacerte feliz. Tu extraordinaria bondad, tus nobles prendas, tu belleza han de cautivar los corazones y encender el más puro amor en cuantos te traten; asegúrate un porvenir risueño. Yo te juro que te querré mientras viva, ciego o con vista, y que estoy dispuesto a jurarte delante de Dios un amor grande, insaciable, eterno. ¿No me dices nada?

-Sí: que te quiero mucho, muchísimo -dijo la Nela acercando su rostro al de su amigo-. Pero no te afanes por verme. Quizá no sea yo tan guapa como tú crees.

Diciendo esto, la Nela, rebuscando en su faltriquera, sacó un pedazo de cristal azogado, resto inútil y borroso de un fementido espejo que se rompiera en casa de la Señana la semana anterior. Miróse en él; mas por causa de la pequeñez del vidrio érale forzoso mirarse por partes, sucesiva y gradualmente, primero un ojo, después la nariz. Alejándolo, pudo abarcar la mitad del conjunto. ¡Ay! ¡Cuán triste fue el resultado de su examen!

  Este momento sucede al final del capítulo ocho, cuando el ciego Pablo Penáguilas y su lazarilla, la huérfana Marianela, tontean sobre unos nogales del bosque de Saldeoro. A estas alturas de la novela (Marianela, de Benito Pérez Galdós, 1878), ya sabemos que Nela es más fea que un rayo y que hay que estar muy ciego, tanto como el esbelto Penáguilas, para admirar su hermosura. Galdós la describe así en el capítulo anterior:

  Una fuerza poderosa, irresistible, la impulsaba a mirarse en el espejo del agua. Deslizándose suavemente llegó al borde, y vio allá sobre el fondo verdoso su imagen mezquina, con los ojuelos negros, la tez pecosa, la naricilla picuda aunque no sin gracia, el cabello escaso y la movible fisonomía de pájaro. Alargó su cuerpo para verse el busto y lo halló deplorablemente desairado. Las flores que tenía en la cabeza se cayeron al agua haciendo temblar la superficie, y con la superficie, la imagen. La hija de la Canela sintió como si arrancaran su corazón de raíz y cayó hacia atrás murmurando:
-¡Madre de Dios, qué feísima soy! 

Los tortolitos, no obstante, disfrutan de su amor en largas pláticas y largos paseos acompañados de Choto, el perro. Pero un día llega al pueblo el médico Teodoro Golfín, quien afirma que puede devolverle la vista al ciego, como así hará. La Nela empieza a preocuparse. Teme que su amante descubra su fealdad. Teme que Pablo Penáguilas salga de su engaño y se desenamore. Por ese motivo, la Nela huye, trata de esconderse, quiere desaparecer, escabullirse por el abismo que muestra una cueva. ¿No te enternece la Nela? ¿No son comprensibles su miedo y su dolor? ¿No te parece que en el fondo todos tememos ser descubiertos, desnudados, abandonados, y que todos nuestros actos como leer, bailar, comprar ropa, jugar al fútbol, contar un chiste... tratan de evitar esto mismo? ¿No somos todos un poco como Marianela? Y al mismo tiempo, ¿No somos también como Pablo Penáguilas, un poco ciegos con o sin remisión?

Llega el delicado momento. Penáguilas ha  recuperado la vista y se ha enamorado de su prima Florentina, traicionando su antiguo amor de ciego. Tras varios días sus ojos tropiezan con Marianela, a quien confunde con una pobre enferma. En ese mismo instante, Marianela muere. 
¡Va a ser verdad que hay miradas que matan!
Los personajes, agitados, se reúnen en torno a la muerta, sin alcanzar a comprender la causa del fallecimiento repentino. Será el médico quien desvele la razón:

Es la realidad pura, la desaparición súbita de un mundo de ilusiones. La realidad ha sido para él  nueva vida; para ella ha sido dolor y asfixia, la humillación, la tristeza, el desaire, el dolor, los celos..., ¡la muerte!

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