lunes, 25 de abril de 2011

¡Gonzalo Rojas ha muerto!

Cuando yo era un señor de los que religiosamente compraba su libro cada mes en el Círculo de Lectores, descubrí la poesía de Gonzalo Rojas en la magnífica antología de Andrés Sánchez Robayna y Jordi Doce, Poesía hispánica contemporánea.
Cuando creíamos que Chile era solo Pablo Neruda, y si acaso Vicente Huidobro, y si acaso Gabriela Mistral, y si acaso Nicanor Parra, nos llegó como un descubrimiento, como un incendio, como una chaparrón de luz, la poesía acalambrada y sensualísima, trepidante y originalísima, de Gonzalo Rojas.
Esta tarde gris y funcionarial me he enterado de su muerte.
La noticia me ha llevado de nuevo a sus versos. Y al recuerdo de otras tardes más felices:

El fornicio

Te besara en la punta de las pestañas y en los pezones, te turbu-
lentamente besara,
mi vergonzosa, en esos muslos
de individua blanca, tocara esos pies
para otro vuelo más aire que ese aire
felino de tu fragancia, te dijera española
mía, francesa mía, inglesa, ragazza,
nórdica boreal, espuma
de la diáspora del Génesis, ¿qué más
te dijera por dentro?
                                            ¿griega,
mi egipcia, romana
por el mármol?
                                ¿fenicia,
cartaginesa, o loca, locamente andaluza
en el arco de morir
con todos los pétalos abiertos,
                                                 tensa
la cítara de Dios, en la danza
del fornicio?

Te oyera aullar,
te fuera mordiendo hasta las últimas
amapolas, mi posesa, te todavía
enloqueciera allí, en el frescor
ciego, te nadara
en la inmensidad
insaciable de la lascivia,
                                          riera
frenético el frenesí con tus dientes, me
arrebatara el opio de tu piel hasta lo ebúrneo
de otra pureza, oyera cantar a las esferas
estallantes como Pitágoras,
                                            te lamiera,
te olfateara como el león
a su leona,
                  parara el sol,
fálicamente mía,
                          ¡te amara!






La desabrida

                               A veces me gustaban 
                                     pavorosamente las feas.

II

... y no lo niegue, ándele airosa
entonces pero sin llorar, equa mía, la 
Poesía no le sirve, Lebu mata, mi
posesa flaca de anca, mi
esdrújula bellísima de 50 kilos, vuélele, no
se me emperre en ese inglés metalúrgico
de corral, todo
entre nosotros no pasó de mísera
ráfaga telefónica que alguna vez llamamos eternidad:
usted misma fue esa ráfaga. Lacan el rey
se lo diría igual: ándele, vuélele paloma
casi en mexicano, no
le transe a la depre, báñese
en alquimia espontánea, tire
la fármaca a la basura, eso engorda, déjese
de drogas, de analistas, de
concupiscencia nicotínica, y si está loca
vuélvase más loca, baile
en pelotas como la muerte, apréndale a la Tierra
que baila así, ¡y eso que el sol le exige traslación! Bueno
y, para cerrar, si su juego es irse váyase
a otro seso menos diabólico, elija:
culebra, por ejemplo, ¿no le da para culebra? Eva
comió culebra como usted dos veces: ahí ve
cómo va la Especie desde entonces, cómo 
se arrastra pendenciera pidiéndole perdón a las estrellas
por
haber parido peste, ¡puro border-line
y miedo, y rosas, dos
rosas venenosas!, ¿no cree usted? ¿quién
tiene la culpa
si nunca hubo culpa? Preferiblemente
cuélguese alámbrica
a todo lo larga y preciosa de vértebras que es usted,
baile ahí pendular en el vacío unos diez
minutos, a ver qué pasa
con el estirón, para crecimiento
y escarmiento:







martes, 19 de abril de 2011

Vicios ocultos

¡Cuidado, amigo, el mundo está lleno de vicios ocultos! Y no me refiero a lo que estás pensando.
Los defectos o vicios ocultos, también llamados vicios redhibitorios (estoy citando a la wikipedia, para que veas cuál es mi nivel) son, en Derecho, los posibles defectos que puede tener una cosa que es objeto de compraventa y que no son reconocibles en el examen de la cosa en el momento de la entrega.
Sobra decir que el vendedor conoce perfectamente la falla del objeto que vende, pero lo oculta a sabiendas.
¡Vamos, lo que viene siendo que te la han metido doblada! ¡Qué putada!, ¿no?
Digo todo esto porque mientras desayunaba esta mañana en uno de los bares de la Gran Plaza me acabó de despertar en la mesa de al lado la presencia inquietante de un enorme libro que era sostenido por una chica joven, morena y de rostro digamos que agradable. El bar tiene unas enormes cristaleras, de modo que puedes ver lo que ocurre en la calle. Ocurría que empezaba a llover. Era una lluvia pobre, que caía como sin ganas. Pero la imagen de la chica leyendo y, detrás de ella, la de algunos goterones despachurrándose contra el cristal como inocuos insectos me pareció hermosa. La estuve contemplando con disimulo durante un buen rato, dando sorbos indistintamente a ella y a mi café con leche.
¡Demonches! ¿Qué estará leyendo?, me preguntaba sin cesar. Desde mi sitio solo alcanzaba a leer esas frases rutilantes que aparecen en las contraportadas de los libros:

"Una de las novelas más poderosas de los últimos años. Toda una sorpresa." (Lorenzo Díaz)
"Permítanme un paréntesis para recomendarles una novela con mayúsculas. Deslumbrante." (Eduardo Torres-Dulce. Expansión)
"Da gusto que una trama trepidante ayude a ganar lectores, pero da más gusto que no haya trampas ni engaños." (José María Pozuelo Yvancos. Abc)
"Hombres, mujeres, adolescentes, amas de casa, críticos, catedráticos, políticos..., todos aseguran haberse sentido atrapados en las 640 páginas de esta novela." (Ángeles López. La Vanguardia)

¡Diablos!, la última frase me dejó marcado. Me imaginaba a mi madre y al catedrático de Historia de la Lengua Española de Sevilla Manuel Ariza, a cualquiera de mis alumnos y al vicepresidente Rubalcaba, a la peluquera del primero y al crítico literario Miguel García-Posadas, todos recomendándome la novela, todos asegurando sentirse atrapados en las páginas de la novela, todos dejando sus ocupaciones por culpa de la novela: mi madre sin guardarme lentejas en los tuper-ware, Don Manuel Ariza sin impartir clases, Rubalcaba sin detener etarras, mi peluquera sin cortarme las greñas, mis alumnos sin colgar fotos en el tuenti... todos atrapados, encarcelados, subyugados por las 640 páginas de la novela.
Mi curiosidad se multiplicó. Yo también quería asegurar sentirme atrapado en las 640 páginas de la novela. Desde la primera hasta la última. Quería que el lunes, después de vacaciones, cuando la gente me preguntara qué había hecho en semana santa, responder: estar atrapado en las 640 páginas de una novela.
Así que, excitado por la idea, apurando el café, me levanté y dirigí mis pasos hacia la mesa donde la chica seguía, muda y absorta, como se adora a Dios ante el altar, leyendo su novela.

-Perdona- le solté balbuciendo-. ¿Qué lees?
-El tiempo entre costuras- me respondió sin mirarme, atrapada en una de las páginas de la novela. 

No pude pagar mi café, porque el camarero estaba, casualmente, atrapado en las páginas de esa misma novela. Salí disparado.
Fui a la librería más cercana y compré la novela. El librero también estaba atrapado en las páginas de la dichosa novela. Al menos, eso me aseguró mientras me devolvía el cambio.
Llegué a casa y abrí el libro, dispuesto a dejarme atrapar por las 640 páginas de la novela.
En la página 97 ya estaba atrapado, sí, pero atrapado por la ramplonería del argumento, por el papanatismo de los personajes, por la gazmoñería de las situaciones.
¡Qué decepción!
Volví a la librería, exigí la devolución de mis veinte euros, amenacé con demandarlos por estafa.
Ah, pensé, esto son vicios ocultos. 
La editorial Planeta ha actuado con mala fe. Venden un producto defectuoso y no solo lo ocultan sino que además lo promocionan como si se tratara de una obra del mismísimo Cervantes.
No tengo nada en contra de María Dueñas, de Matilde Asensi, de Dan Brown, de gente así. Pero que no intenten vender estas novelas como joyas de la literatura.
Volví derrotado al bar. Pedí otro café, pero ya no me fiaba del camarero. ¿Y si en lugar de café la taza contiene achicoria? Me senté resignado. La chica que leía ensimismada ya no estaba. Yo seguía cavilando y no dejaba de ver vicios ocultos por todos lados:
¿Quién no habrá comprado un piso y a los tres meses le han salido humedades? Ahí hay vicios ocultos.
¿Quién no habrá comprado un coche que a los tres días ya no arranca? Ahí hay vicios ocultos.
¿Quién no se habrá enterado a las tres semanas de que su chica está con otro? Ahí, sobre todo ahí, sí que hay vicios ocultos. ¿No te parece?

domingo, 17 de abril de 2011

Autobiografía de Francisco Umbral (I)

 Yo siempre he tenido mucho frío, joven, póngalo bien claro por ahí.
 Ahora mismo, ya ve, llevo dos albornoces puestos encima de la ropa, la chaqueta puesta del revés para protegerme mejor el pecho y unos leotardos negros de lana debajo de los pantalones que se agarran bien a la carne, como una mujer después de la jodienda.
Son conocidos mis fulares, mis bufandas, mis guantes, mis chalecos de cuello alto. La gente cree que se trata de una extravagancia o una pose, pero ya le digo yo que no es así.
La gente se ha reído de mí porque siempre tengo frío, pero a la gente le pueden ir dando mucho por rasca.
Los periódicos no solo me han servido para ganarme la vida, sino que me han servido también para protegerme del frío. El papel de periódico es el mejor aislante contra el frío. Fíjese en los ciclistas cuando coronan un puerto. Lo primero que hacen antes de comenzar la bajada es abrigarse el pecho con papel de periódico. Yo siempre voy envuelto en papel de periódico.
Muchas veces llevo un editorial en el pecho, si lo quiere escribir así, o una noticia en el abdomen,  o un crucigrama  en los sobacos, o una viñeta en el muslo, o toda la sección de necrológicas en la espalda. Fíjese, qué curioso, voy cargando con un montón de  cadáveres, como un Atlante de la muerte.
El papel higiénico también sirve. Pocas sensaciones me proporcionan un calor tan grato como el papel higiénico. No solo tengo menos frío sino que me siento más seguro.
José García Nieto, que ha sido un maestro para mí, casi un padre, me decía cuando coincidíamos en los aseos del Gijón, adonde yo entraba a cambiarme el papel:
-Umbral, pareces una momia.
Pero a Pepe Nieto también pueden darle mucho por rasca.
Mire, le voy a hablar claro. Yo he tenido frío desde el primer segundo de mi vida.
Mi madre me parió condenadamente sola en el hospital benéfico de la Maternidad, en una sala desangelada y atendida por un médico desaliñado. La Maternidad, usted no lo recordará, estaba por Mesón de Paredes, barrio de Lavapiés, y era un edificio de ladrillos rojos y altas ventanas.
  Nada más parirme, a mi madre le entraron unos ahogos, unas asfixias o sofocos,  vaya usted a  saber, y los médicos pensando que se moría se la llevaron enseguida a otra sala.
Así que nada más nacer yo ya estaba solo.Yo he estado solo toda mi vida. Desde el mismo instante en que me parieron, ya ve.
¿Comprende usted ahora por qué siempre este frío? No hace falta ser un Freud para entender.
Luego mi abuela y mi madre me dejaron en manos o en los pechos, mejor dicho, de una nodriza, Pilar, creo que se llamaba, en Laguna de Duero, a siete kilómetros de Valladolid, donde me crié junto a otros tres o cuatro niños desconocidos, que fueron mis hermanos de leche.
Yo fui el fruto inmaduro de una relación adúltera. Mi padre se desentendió de mí y mi madre tuvo que ocultarme los primeros años. Yo era una enorme mancha negra en la sábana puritana que cubría Valladolid en aquella época. Siempre me identifiqué con la frase de Cocteau: "Soy de la raza de los acusados". ¿No ha leído usted a Jean Cocteau? Luego le dejo unos libros.
Desde el principio, por tanto, yo fui un proscrito, yo fui un expósito.
No me pregunte por mi padre. No sé quién es mi padre. Nunca lo supe. Probablemente un señor casado que preñó a mi madre una noche de septiembre.
Dicen que nadie puede tener recuerdos de antes de los dos años y medio o tres. Pues bien, yo le aseguro que mi primer recuerdo es de cuando cumplí un año. Abandonado en aquella casa desconocida, mi primer recuerdo es un llanto largo, negro, desgarrador, mientras oía cómo se alejaba la sombra de mi abuela.
¿No cree ya que todo eso explica este frío perenne, indoblegable, desconcertante?
Lo mío es un frío ontológico.
Por eso a mí no me vale que definan el frío como el cuerpo que tiene una temperatura muy inferior a la ordinaria del ambiente. El frío es una luna cancerígena, el frío es la húmeda raíz de un árbol enfermo.
Dicen que la Nebulosa Boomerang es el sitio más frío que se conoce en el universo con una temperatura estimada de −272.15 °C, pero yo le aseguro, joven, que el lugar más frío de todos cuantos existen está en el raigón de mi alma.

domingo, 10 de abril de 2011

Todo está perdonado

    Los que nos habíamos declarado raulistas y en contra de Aragonés comenzamos a estar mal vistos. Muchos guardaban silencio, otros esperábamos la caída inevitable del camandulero, su merecida némesis; y muchos más cambiaron de chaqueta y recompusieron la sonrisa a todo correr. Admitieron que, aunque el 7 de Raúl pesaba como una lápida, el Guaje tenía hombros más anchos de lo que habían supuesto: venía de la profunda oscuridad de los pozos mineros de Tuilla y había traído hasta la superficie, a pleno día, la ciega obstinación de las tinieblas, la contundencia de los barreneros y esa empedernida fe en alcanzar el gol con la piqueta, arrancándoselo a la piedra.

                                                       Todo está perdonado, Rafael Reig

miércoles, 6 de abril de 2011

¡Que Nerea se desnuda!

El día que conocí a Nerea puede que fuese un miércoles santo. Me recogió en la puerta del hotel Macarena con su viejo Panda y enseguida me quiso llevar a una biblioteca, porque quería conseguir un libro de Pío Moa. Yo la miré de reojo, con una punta o mohín de extrañeza.
Luego fuimos al parque del Alamillo. Era la típica mañana primaveral en Sevilla: un sol cabrón te llagaba la piel. Así que nos sentamos en una terraza. Creo que pedí dos o tres cervezas del tirón y ella se pidió una botellita de agua. Volví a mirarla de reojo esta vez con una mueca de espanto.
¿Agua y Pío Moa? ¿Existe una combinación peor? Inevitablemente empecé a imaginármela con una botella de fanta de naranja y César Vidal. O un bitter kas y Sánchez Dragó. O un trina y Jiménez Losantos. ¡Ahhh!
 Mientras tanto, ella me hablaba de la novela que estaba a punto de terminar.
Yo, en cambio, solo miraba su pelo negro y sus grandes ojos. Recuerdo que recordé aquellos versos de Neruda:

Niña morena y ágil, el sol que hace las frutas,
el que cuaja los trigos, el que tuerce las algas,
hizo tu cuerpo alegre, tus luminosos ojos
y tu boca que tiene la sonrisa del agua. 


 Ella seguía a lo suyo, con su agua con gas y su libro. Para mis adentros vaticiné que a base de Pío Moa y botellitas de agua esa novela no llegaría a ningún lado. Tres meses después, El país de las mariposas, su primera novela, recibía el premio Ateneo Joven de Sevilla. Fue el Ateneo Joven que más libros ha vendido en la historia del premio y la primera vez que el Ateneo Joven vende más que el Ateneo "grande".
Desde ese día hasta hoy han pasado ya ocho años y esta escritora de espíritu volátil no ha dejado de demostrar lo que tengo de pésimo adivino. Tres novelas históricas (El país de las mariposas, Ars Mágica y El elefante de marfil) traducidas a varios idiomas, un libro de relatos, otro infantil y decenas de artículos diseminados por la prensa demuestran que Nerea Riesco no es solo una escritora excepcional sino una curranta infatigable de las letras. Feliz o desdichada, ella nunca para de trabajar.
Parece seguir aquello otro de Neruda:

yo trabajo y trabajo,
debo substituir
tantos olvidos,
llenar de pan las tinieblas,
fundar otra vez la esperanza.


Para llenar de pan las tinieblas acabó Desnuda y en lo oscuro, que no es solo un poemario erótico, sino, a su modo, su última novela histórica, de un historia reciente, digamos, y de corte netamente autobiográfico. En la presentación del libro el pasado mes dijo que ella se camuflaba tras sus personajes cuando escribía novela histórica y que, por contra, se había desnudado (algo así como quitarse el bikini en mitad de una playa abarrotada, dijo) en este inesperado poemario.
Nerea, al modo petrarquista, se ha parado a contemplar su estado, y le han salido estos poemas fuertes, musculosos de pasión, salivosos de deseo, donde la carne que siempre tienta con sus dulces racimos se desborda por cada verso.
El primer poema del libro es un haiku que anuncia el tono que va a marcar el resto del poemario:

senda translúcida
de mi vientre a mi pecho
traza tu lengua

O más adelante:

El placer vigila

El placer vigila
en la frontera de la piel que habito
aplaca su hambre devorándome las entrañas
bebiendo mi corazón
haciéndose grande y fuerte.
No tiene miedo y
-para que no huya-
ha quemado las naves
y todo se llenó de humo
y ya no veo
y tengo sed
y calor
y busco la paz
avanzando a tientas por mi vientre
refugiándome en la piel rosada y sedosa
sondeando el húmedo pasadizo
que me empuja a imaginar tus dedos
hurgando en mis esencias encendidas.


Después, cuando la pasión ya se hace irrefragable, los versos se tornan menos retóricos y pierden sensualidad, así que se convierten ya en otra cosa, algo entre lo salaz e incluso lo verriondo. Huelga decir que es mi parte favorita:

Deliro noche y día
quiero que te entrometas en mí
en mis ojos
mis oídos
mi nariz
mi boca. 

Soy tuya.


Claro que no todo iba a ser gemidos a la luna, pan caliente y dama amada tras la balada. El galán que tanto lucía palmito en la primera parte del poemario, "Desnuda", ya no está en la segunda, "En lo oscuro", provocando la dolorosa expulsión del paraíso de la carne:

y brotó de mis ojos un llanto arcaico
como de pena de siglos

Se impone la melancolía y el cuerpo amado presentísimo es ahora una evocación, pero una evocación donde aún palpita el erotismo:

Lo que recuerdo
es el mes de diciembre
las hojas desmayadas fermentándose en el légamo
(...)
y el calor de la vida
inundando el hueco de mi boca.

  Ya no hay unión sino desunión y el consuelo de la carne en soledad es en verdad un desconsuelo:

plena de almíbar
la soledad vacía 
entre mis piernas 

Da la impresión de que Nerea ha escrito el poemario como quien se arranca la "púa incandescente" de la que hablaba Aleixandre. Dicen que Alberti escribió su libro Sobre los ángeles transido de emoción, preso de una inspiración arrebatadora que le llevaba a escribir en cualquier momento (a las tres de la mañana, por ejemplo) y en cualquier lugar (escribía sobre unas sábanas blancas), poseído, enajenado, medio tarumba, vamos. Uno imagina a Nerea así, escribiendo en bragas, con una botella de Jack Daniels al lado, en las largas noches de verano, desaguando su dolor con cada palabra escrita.
Volví a verla no hace mucho y venía fantástica, tan jovial, dicharachera y así de escotada.


Por supuestísimo que yo siempre miraba sus hermosos ojos y nunca bajé la mirada.

Ya no es la chica que bebía agua y leía a Pío Moa. Da gusto ahora verla beber varias pintas de Guinnes mientras no para de hablar de las rubáiyatas de Félix Grande y de su próxima novela.
Aunque no sé qué es mejor, porque ella nunca lleva dinero encima y siempre me toca a mí aflojar la mosca. Y una Guinnes vale cinco veces más que una botella de agua.
Claro que ella también vale ahora cinco veces más que antes.