martes, 15 de noviembre de 2011

Ser, del lagarto, el rabo

  ¡Qué vida esta! Todos los días lo mismo, siempre igual. "Andan días iguales persiguiéndose", algo así escribió Neruda, que tuvo una vida de lo más movida. 
  Al ser humano lo destroza la rutina. Por culpa de la rutina se traiciona, o se peca, o se mete uno un pico, o se mata al vecino.
  Sin embargo la rutina no está considerada un pecado capital ni se dan cursos en las escuelas para prevenirla ni los políticos sacan leyes para combatirla. La rutina, el día a día, con su fardo de grisura, es un arma de destrucción masiva. Los personajes de Carver están todos derrotados, amargados, yo creo, porque no están hechos para la vida diaria. Parece que entre la rutina y el dolor, eligen esto último.
  Y es que, a lo mejor, no estamos hechos para esa monotonía de tener que levantarse todos los días y desayunar tostadas, cepillarse los dientes, trabajar, comprar el pan en la tienda de la esquina, indignarse con las noticias de los periódicos, lavar los platos y limpiar el polvo, ese polvo que silenciosa y pertinazmente se va posando en los muebles del salón, con la misma terquedad insidiosa con que nos persigue, -y nos atrapa- la rutina.

  Como siempre, Rafael Reig, en su novela Todo está perdonado, lo dice más y mejor:

  En otras palabras: la especialidad nacional. Aquí nadie tiene suelto, sólo llevamos billetes grandes.
  Todo el mundo está dispuesto a sentir una pasión gigantesca, pero nunca a mostrar la más mínima amabilidad. Tenemos los bolsillos repletos de sacrificios heroicos, aunque jamás aceptamos sufrir pequeñas incomodidades. Si hay una operación quirúrgica, nos pasamos noches en el hospital, pero no hay nadie disponible para cuidar a quien sólo sufre un catarro. Ante una tragedia, todos firmamos un cheque en blanco para cubrir los gastos y, sin embargo, nadie encuentra calderilla para hacer frente a los molestias diarias. Nos sobran billetes para entregar la vida entera por amor y ni una sola moneda para acompañar a la persona amada al súper.
  Nunca llevamos suelto, sólo esos billetes que se pueden exhibir sin peligro de que alguien tenga cambio: siempre acaba pagando otro.
  Que no nos pidan esfuerzos demasiados pequeños, estamos hechos sólo para las grandes ocasiones, fabricados a una escala incompatible con la vida cotidiana, con los dolores sin importancia, con el amor de muchos días y de tantas tardes de domingo lluvioso.
  Y de nada valen nuestras buenas intenciones: la vida nunca tiene cambio.

  Visto lo visto, ¿qué hacer? ¿Cómo vivir? ¿Cómo enfrentarse a los días llenos de horas insulsas, de minutos horriblemente insustanciales, de segundos insufriblemente tediosos? 
  En esta tarde de noviembre hay un cielo envilecido de nubes, unos aŕboles doblados por la lluvia y un frío que está como preñado de sí mismo. Desde mi ventana veo una vieja aplastada por su negro paraguas siguiendo los tañidos como de niño huérfano que tienen las campanas. Rueda por la calle un viento seco, que va dejando un verdín de tristeza en los ladrillos.

Y comprendes, despacio, sin angustia,
que esta tarde no tienes realidad, pues a veces
la vida se coagula y se interrumpe, y nada entonces
puedes hacer contra ello, más que sufrir un sufrimiento
desorientado y perezoso, una manera de dolor marchito,
y recordar, prolijamente,
algunos muertos que fueron desdichados.

  Recordando, pues, como el poeta Félix Grande, a algunos muertos que fueron desdichados, paso la tarde y corrijo exámenes, selecciono textos para mañana, pongo lavadoras, escucho la radio y me acerco a la ventana, como Álvaro de Campos, el heterónimo de Pessoa:
Me acerco a la ventana y veo la calle con absoluta claridad,
veo las tiendas, veo las aceras, veo los coches que pasan,
ve a los entes vivos vestidos que se cruzan,
veo a los perros que también existen,
y todo esto me pesa como una condena al destierro,
y todo esto es extranjero, como todo.

He vivido, estudiado, amado, y hasta creído,
y hoy no hay un mendigo al que no envidie sólo por no ser yo.
Miro los andrajos de cada uno y las llagas y la mentira,
y pienso: puede que nunca hayas vivido, ni estudiado, ni
amado ni creído
(porque es posible crear la realidad de todo eso sin 
hacer nada de eso);
puede que hayas existido tan sólo, como un lagarto al
que cortan el rabo
y que es un rabo, más acá del lagarto, removidamente.

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