jueves, 26 de septiembre de 2013

Las maestras curvas


 
 
 
 
 
    Todo el mundo sabe que la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta. Pero como ella además sabe que el corazón es curvo, que la verdad es curva, y que los paraísos son curvos, como decía el poeta, no dudó en dar un rodeo y desviar su coche hacia el Paseo Colón —donde el sol arrancaba pavesas a la hoguera de hormigón de la torre del Oro—, y hacia la avenida del Cid —donde el aire se enredaba en la melena de la estatua del Campeador, que rijoso le miró a ella el escote desde su caballo al pasar— antes de llegar a uno de los bares de la Gran Plaza, la bodega Pitarra, que es algo así como nuestra nueva trinchera, desangrado ya, ¡ay! nuestro inolvidable Trueque
Lo primero que hay que reconocer en la segunda invitada a la tertulia de El clan de los irlandeses es su valentía. Y su maestría, porque desde el primer minuto supo driblar las embestidas de los tres morlacos que tenía delante recibiéndonos a puerta gayola, pues antes de que abriéramos la boca era ella la que estaba haciéndonos preguntas a nosotros. Desconozco si le gustan los toros, pero puedo afirmar que nuestra invitada salió aquella tarde por la puerta grande y habiendo cortado no solo seis orejas sino, además, tres arrobados corazones. Vamos, que conversando con ella uno disfruta más que Sabina viendo una corrida de José Tomás.

Inma es una de esas personas con estilo, archielegantes y extraafables, cuyo trato denota que ha viajado, que ha leído y que ha tratado con gente de bien, signifique lo que signifique gente de bien. Inma trabaja de orientadora en un instituto como podría haber trabajado de secretaria de Muñoz Molina o de marchante de los cuadros de Sorolla. Quiero decir que tiene un alma sensible, robusta y delicada a un tiempo, e inclinada a los asuntos sociales. De ahí que la charla girara en torno a los problemas socio-familiares que aparecen detrás de los alumnos conflictivos. Ella ha estudiado en profundidad el tema y nos contó como buena psicóloga que los comportamientos disruptivos de estos alumnos están motivados por desequilibrios emocionales que hunden sus raíces en una infancia llena de soledad y abandono.

Por eso había que reivindicar, decía entre copas de vino  y con una dulzura que se le derramaba por todo el mantel, la importancia de la escuela, pero no de una escuela que expulsa sistemáticamente y a las primeras de cambio a estos alumnos, sino de otra en la que ella cree y por la que lucha,  una escuela que actúe como segundo útero materno —que los vuelva a parir y amamantar—, o como una especie de Ítaca educativa que restañe las heridas y donde el maestro sea una Penélope que con un trato más cercano al alumno restituya los déficits estructurales de esos Ulises más desfavorecidos. Aquí, en esta lucha en pos de una escuela ideal, es donde se le ve su parte quijotesca y romántica.

Pero, ojo, porque demostró también que no es una de esas hippies cándidas o una “happyflower” naïf que vive en el mundo de las piruletas y los fuegos artificiales. Ella tiene los pies en el suelo, (bueno, es un decir, sus tacones se lo impedían, pero algún día se dará cuenta de que sin ellos está más linda) y es consciente de la dificultad, incluso de la imposibilidad a veces, del modelo de escuela que propone. Conoce muy bien, porque los vive día a día, los obstáculos de unos, el victimismo de otros, la desidia de muchos, las barreras económicas y el trapicheo burocrático, en fin, que trae consigo la realidad. Pero ella lucha, no se detiene y sigue su curso. Porque ella es impenitente, y clara y alegre como los ríos que van a dar a la mar, que en este caso es el vivir.

Esa mezcla de romanticismo y realismo que encerraban sus palabras la fueron convirtiendo a medida que pasaban los minutos en un nuevo ser stendhaliano.

Luego la conversación se fue por otros derroteros y fuimos dilapidando la tarde a base de ron, chismes, chistes, anécdotas y preferencias sexuales, que son las cosas sobre las que se fraguan las verdaderas amistades, esas que vencen el paso de los años y el peso de la distancia. Fue una de esas tardes mágicas donde el tiempo se congela y uno se siente completo y eterno.

Uno, al final, no recuerda a la gente por lo que dice o por lo que hace. Uno, al final, solo ama y recuerda a la gente que te hizo sentir bien cuando la tenías cerca. A este grupo, donde ya estaban desde hace mucho mis compadres saramaguianos, llegó aquella tarde y para siempre (una de las tardes más curvas de mi vida) mi querida Inma, mi ilustre invitada, mi hermosa y curvilínea Cunegunda.
 

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