lunes, 24 de marzo de 2014

La jugada




    FUE nuestro primer taxi en la ciudad, recuerda. Te habías matriculado en Magisterio y a tu madre hubo que explicarle qué era eso de Filología Hispánica que yo pensaba hacer. En aquella tarde de domingo apenas conocíamos de la ciudad las cuatro calles que separaban nuestros pisos. Veníamos del cine o del parque, vete tú a saber. La ciudad nos seducía con su canto de sirenas y todo nos resultaba mágico o poético. La emoción de los dos entrando en aquel taxi, por ejemplo, nos parecía la misma que debieron sentir Nausícaa y Ulises ante el rey de los feacios. El taxista no se llamaba Alcínoo, por supuesto, —o quizá sí, ¿te imaginas?, nos hubiéramos muerto de la risa— y los goces de su reinado se reducían a escuchar tranquilamente el fútbol en alguna emisora de la radio. Jugaba el Osasuna en su estadio, no se me olvida. Cómo olvidar aquella jugada que oímos durante el corto trayecto. Arozarena había cortado el esférico con el pecho y se lo había puesto a Spasic en su pierna buena, la izquierda, para que este lanzara un pelotazo de cincuenta metros buscando en la banda derecha a Sánchez Jara, que sorteó a un defensa, hizo la pared con Merino y metió un pase en profundidad dejando solo a Bustingorri, que cuando levantó la cabeza vio libre de marca en el área rival  a Pepín, aquel defensa nacido en Aranjuez que ese día se atrevió a abandonar su posición y subir a rematar de cabeza justo en el momento en que yo veía desde la ventanilla del coche cómo te alejabas y te girabas para tirarme de nuevo un beso de despedida. Nunca nos separaremos, pensé mientras José María García se desgañitaba cantando el gol de Pepín que aún le daba opciones al equipo. Eso fue en la temporada 93/94. El año en que el Club Atlético Osasuna bajó a segunda.

 

sábado, 22 de marzo de 2014

Un cuadro de Hopper


NO tengo hambre, aunque no haya metido nada sólido en mi cuerpo desde esta mañana. Cuando la chica del servicio de habitaciones llamó a la puerta con el desayuno, Amanda ya llevaba un rato despierta. Yo tomé varias tazas de café y tan solo un panecillo con mermelada. Ella ni siquiera eso. Los nervios le cerraban el estómago, eso fue lo que dijo. También yo conozco esa sensación, es como tener un saco de cemento ahí metido. Pero nadie ha dicho que no se pueda ablandar un saco de cemento con varias botellas de whisky. Así que abrí una enseguida, confiando en que el alcohol me diera el valor que necesitaba.

—¡El whisky es la sangre de los cobardes!, ¿no es así? —ha exclamado Amanda—. Mírate, al final lo has conseguido, ya eres como uno de tus personajes literarios. Eso sí, tan falso y tan patético como ellos.

Ese fue el primero de sus reproches. Luego vinieron muchos más. Cientos. Quizá miles. Si alguien alguna vez decide que deba celebrarse el Día Mundial de los Reproches, ese día debería ser hoy. Si contáramos todos los reproches mutuos acumulados en los últimos tres meses, creo que batiríamos un récord. Amanda y yo hemos estado insultándonos desde el primer día. Al principio lo hacíamos con cariño, a modo de broma. Se trataba más bien de un juego que a los dos nos divertía e incluso nos excitaba. Pero no sé en qué momento dejó de ser divertido y excitante. O en qué momento se convirtió en un juego cruel y destructivo. Lo cierto es que nos hemos acostumbrado a tratarnos de esa manera y que ahora tiene maldita la gracia. No consigo recordar el momento en que cruzamos esa línea. Lo intento pero no lo consigo. A lo mejor fue el día en que Amanda empezó a sospechar que yo nunca me separaría de Vicky. No sé, da igual, en cualquier caso ya da igual. Porque Amanda no puede soportar más esta situación y ha decidido hoy ponerle fin.

—¡Por el amor de Dios! ¿No te das cuenta de que tu matrimonio es un fracaso? Es un enorme fracaso. Un perfecto fracaso, diría yo. Porque el hecho de que no seas capaz ni tan siquiera de romperlo confirma la perfección de ese fracaso. Y eso, ¿sabes?, te convierte a ti en un fracasado. En un perfecto fracasado. —Luego ha hecho una pausa, como para coger impulso—. Me niego a pasar el resto de mi vida junto a un fracasado.

Al principio me creía capaz de hacerlo, me sentía con fuerzas, sí. Las palabras de Amanda, su carácter, su cuerpo, su forma de moverse en la cama, todo eso me atraía de una forma tan poderosa que no tenía dudas. Me sentía fuerte, ya digo. Era ella la que me hacía sentir así. Solo tenía que esperar el momento adecuado para abandonar a Vicky. Pero nunca encontré el momento adecuado. Siempre pasa lo mismo. Dejas pasar las oportunidades, la fuerza inicial se disipa y al final estás tan atrapado y tan inerme como un preso en su calabozo. Pasó lo mismo con las otras y ahora ha vuelto a pasar con Amanda.

—Lo que te ocurre no es que seas un cobarde, lo que te pasa es que eres un inmaduro. Esa es la palabra exacta. Inmaduro. Tu problema es que siempre deseas estar donde no estás y tener lo que no tienes. Eso es todo lo que te ocurre.

Llevamos así todo el día, desde esta mañana. Ella me recrimina y yo la escucho en silencio. A veces me gustaría decir algo, justificar algún comportamiento o defenderme de alguna acusación injusta. Pero en cuanto abro la boca se me quitan las ganas. Todo es tan sucio, tan repetido y tan inútil que no merece la pena decirlo. Así que ella continúa analizando la situación, como si rebobinando toda la cinta pudiera entender mejor la película. Otras veces me da una tregua y permanece callada un gran periodo de tiempo. En esos instantes yo me sirvo otro whisky o intento leer los resultados de la liga en el periódico. Ella hace como que toca el piano. Ese fue el motivo por el que eligió este hotel. A Amanda le gustaba que las habitaciones tuvieran piano. Le parecía artístico. Será como estar en un cuadro de Hopper, dijo. Allí podremos hablar tranquilos y encontrar una solución. Eso era el viernes. Cuando aún pensaba que quizá todo era posible. Cuando aún creía que era posible remontar el partido.

En otro momento, a media tarde, mientras me acusaba de ser un embaucador y un encantador de serpientes, Amanda ha visto desde la ventana un gato que se estaba mojando bajo la lluvia. Ha salido corriendo a buscarlo. Pero en cuanto ha regresado empapada y sin gato ha seguido en sus trece. Un embaucador, un encantador de serpientes. Cómo le hago entender a Amanda que en esta historia yo he sido tan engañado como ella. Que yo no soy el indio con turbante que sopla la flauta. Que yo soy también la serpiente que baila porque se ha creído la música. Y que ya no hay música, y que eso me hace a mí tan desgraciado o más que a ella. Que Amanda encontrará pronto a otro hombre, algún tipo que la lleve al teatro y que esté dispuesto a comer pollo todos los domingos. Mientras tanto yo seguiré atado a un trabajo incierto y a un matrimonio fracasado. A un matrimonio que es como una serpiente muerta. Todo esto me gustaría decírselo con calma, pero sé que no me escuchará, que me interrumpirá para llamarme liante o prestidigitador o algo así.

Cuando me levanto a servirme otro whisky ya es noche cerrada. He perdido la cuenta de los que llevo, pero puedo ver sobre la mesa una botella vacía y otra bastante empezada. Con el vaso en la mano me acerco a la ventana. La abro. El frío de la calle me alivia el dolor de cabeza. Miro las fachadas de enfrente, sucias, viejas, desnudas. Doy otro sorbo al whisky y escucho un portazo. Y entonces también yo veo el gato bajo la lluvia.

 

domingo, 9 de marzo de 2014


AÚN no es el tiempo del echarpe y la petaca y la fusta con el pomo de plata dorada. No, no ha llegado todavía la hora de los regalos y de las excentricidades que tanto le fastidiarán. El momento de los intercambios de retratos y mechones de pelo y los días con lágrimas de folletín están lejos. Por ahora Rodolfo solo acaba de llegar a la cabaña de almadreñeros que hay en el bosque. Nos viene emperejilado, los bucles negros de su pelo embadurnados en un ungüento que le ha conseguido Homais. Las paredes de la cabaña son de paja. Y el techo tan bajo que nuestro lascivo seductor ha tenido que tenderse sobre un montón de hojas. Estrena el tisú dorado que le regaló Virginia, aquella comedianta de Ruán que tuvo la mala idea de empezar a engordar. A nosotros Virginia ni nos va ni nos viene, la verdad, pero hemos de reconocer que también nos empiezan a resultar insoportables sus quejas de amante desatendida. Nosotros ahora, como Rodolfo, solo tenemos pensamientos para la mujer del médico. Emma es bonita, muy dulce y tiene la piel algo pálida. Además, ha leído a Chateaubriand. Rodolfo, cuando se la imagina desnuda, se queda en tenguerengue. Desde los pasados comicios en Yonville está febril y no ha tenido reparos en despilfarrar sus bienes para seducirla: albaricoques, aves, conejos, incluso un hermoso Boulonnais de pura raza. Así que ahora está ansioso. Febril y ansioso por cobrarse ya su pieza.

De modo que lo vemos empezar a desnudarse para ganar tiempo. Se desprende de la levita entallada y el tisú. Al contemplarse medio desnudo, su vanidad se inflama y su deseo se dispara. Frente a ese medicucho gordezuelo y avejentado, su lozanía será irresistible para Emma. Rodolfo esgrime una sonrisa de orgullo y decide también quitarse los escarpines y el ceñido pantalón. Saberse más atractivo que el marido colma su narcisismo y lo anima a llevarse la mano a su miembro que, tirante e inquieto, respira dentro de la cabaña como un voraz animalillo. Rodolfo calibra la calidad de la erección y se felicita a sí mismo. Como no puede contenerse, comienza a agitar su falo con lentas y grandes sacudidas. Fantasea con Emma, a punto de llegar, y se pregunta si la prefiere con camisola o miriñaque, con el pelo suelto o recogido, pero antes de decidirse, y sin saber muy bien cómo, ya ha derramado sobre el suelo lleno de hojas y un poco también sobre la levita azul que descansaba a su lado. Pero no le importa. Él confía en recuperarse pronto, pues se tiene por un descendiente directo de Príapo. Nosotros, sin embargo, lo vemos desde aquí como lo que es: un pobre diablo rijoso, un petimetre de provincias, un panoli donjuanesco algo escuchimizado que se vanagloria de la ristra de cadáveres que está a punto de engrosar.

jueves, 6 de marzo de 2014

Visto para sentencia


Sala 2ª de lo plagiario

Han sido vistas las diligencias seguidas contra D. Víctor M. Muñoz Gamito y ha sido probado y así se declara como:

HECHOS PROBADOS

PRIMERO: Que D. Víctor M. Muñoz, profesor de enseñanza secundaria, efectuó el pasado día cinco de febrero el pago de su matrícula para el taller de creación literaria que imparte D. Javier Mije, licenciado en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, en la planta superior de la Mercería Café Cultural, sita en calle Regina nº 4. Ítem más: D. Víctor M. Muñoz apoquinó (es decir, pagar o cargar, generalmente de mala gana, con los gastos que a uno mismo le corresponden, según el diccionario de la RAE) una mensualidad de sesenta euros que había pensado invertir en varias botellas de alcohol, coca-colas y bolsas de hielo Pingus.

 

SEGUNDO: Que D. Víctor M. Muñoz asistió a las tres primeras sesiones del taller de creación literaria, estuvo atento a las explicaciones del profesor y entregó siempre dentro del plazo establecido las tareas encomendadas cada miércoles al finalizar la clase, si bien la calidad de las mismas dejaba mucho que desear y provocó glaucoma primario y otitis interna a los asistentes del taller que las leyeron.

 

TERCERO: Que D. Víctor M. Muñoz llamó por teléfono durante los días veintidós y veintitrés de febrero a su amigo y compañero en el taller D. Pablo Macías para comunicarle la angustia que sentía al no conseguir realizar el ejercicio de esa semana. Dicho ejercicio consistía en llevar a la práctica el concepto de “desfamiliarización” estudiado en la última sesión. Ítem más: el estado de nerviosismo de D. Víctor M. Muñoz derivó en trastornos de ansiedad, agorafobia, encefalitis y glosolalia: “durante los quince minutos que duró nuestra última conversación, solo acertaba a pronunciar frases inconexas y palabras sueltas como mierdra, Pierre Menard, monje o culo”, ha declarado el sufrido amigo D. Pablo Macías.

CUARTO: Que D. Víctor M. Muñoz, preso del pánico (que aumentaba porque solo escribía sintagmas trillados como “preso del pánico”), decidió resolver su lamentable estado de crispación plagiando la obra de Rafael Reig Visto para sentencia, publicada en dos mil ocho por Caballo de Troya, un sello de Random House Mondadori, S.A.

 

FUNDAMENTOS DE DERECHO

Los hechos probados son constitutivos de los delitos de atentado contra la salud pública y de plagio deliberado con la atenuante de locura transitoria. El derecho a la formación continua del profesorado está recogido en el DECRETO 93/2013, de 27 de agosto, por el que se regula la formación inicial y permanente del profesorado en la Comunidad Autónoma de Andalucía, así como el Sistema Andaluz de Formación Permanente del Profesorado (BOJA 30-08-2013). Sin embargo, este tiene límites y nunca debe ser permitido si con ello se conculca el derecho de las demás personas a una vida feliz y libre de plúmbeos y espesos cagatintas. Por otra parte, este tribunal reconoce el derecho de todo escritor a inspirarse libremente en la obra de cualquier otro para componer la suya propia. Podría citarse como ejemplo a este respecto el Ulises, de James Joyce, novela que este tribunal reconoce haber leído saltándose páginas, (incluso capítulos). Pero se abandona el terreno resbaladizo de la libre inspiración y se incurre en la cenagosa senda del plagio cuando se lleva a cabo por parte del autor una copia sustancial de la obra ajena y existe además la intencionalidad de presentarla como propia, hechos que concurren en el caso que nos ocupa.

 

ACUERDO

Que debo condenar y condeno a D. Víctor M. Muñoz, como autor de un delito de atentado contra la salud pública, a la pena de asistir durante nueves meses y un día a talleres sobre manejo de redes sociales para dummies, cursos de cocina italiana para principiantes y clases sobre Cómo aprender a ser Canal de Energía Reiki, prohibiéndosele el derecho a inscribirse en cualquier taller de creación literaria  que se imparta en la provincia de Sevilla durante al menos dos años.

Que debo condenar y condeno a D. Víctor M. Muñoz, como autor de un delito de plagio, a la pena de leer y luego copiar a mano La cruz de San Andrés, de Camilo José Cela, Estación de Infierno, de Lucía Etxebarría y Sabor a Hiel, de Ana Rosa Quintana.

Contra esta resolución cabe interponer recurso de apelación en el plazo de siete días ante el juzgado digital de segunda instancia.

Así lo pronuncio, mando y firmo.