NO tengo hambre, aunque no haya
metido nada sólido en mi cuerpo desde esta mañana. Cuando la chica del servicio
de habitaciones llamó a la puerta con el desayuno, Amanda ya llevaba un rato
despierta. Yo tomé varias tazas de café y tan solo un panecillo con mermelada.
Ella ni siquiera eso. Los nervios le cerraban el estómago, eso fue lo que dijo.
También yo conozco esa sensación, es como tener un saco de cemento ahí metido.
Pero nadie ha dicho que no se pueda ablandar un saco de cemento con varias
botellas de whisky. Así que abrí una enseguida, confiando en que el alcohol me
diera el valor que necesitaba.
—¡El
whisky es la sangre de los cobardes!, ¿no es así? —ha exclamado Amanda—. Mírate,
al final lo has conseguido, ya eres como uno de tus personajes literarios. Eso
sí, tan falso y tan patético como ellos.
Ese fue el primero de sus
reproches. Luego vinieron muchos más. Cientos. Quizá miles. Si alguien alguna
vez decide que deba celebrarse el Día Mundial de los Reproches, ese día debería
ser hoy. Si contáramos todos los reproches mutuos acumulados en los últimos
tres meses, creo que batiríamos un récord. Amanda y yo hemos estado
insultándonos desde el primer día. Al principio lo hacíamos con cariño, a modo
de broma. Se trataba más bien de un juego que a los dos nos divertía e incluso
nos excitaba. Pero no sé en qué momento dejó de ser divertido y excitante. O en
qué momento se convirtió en un juego cruel y destructivo. Lo cierto es que nos
hemos acostumbrado a tratarnos de esa manera y que ahora tiene maldita la
gracia. No consigo recordar el momento en que cruzamos esa línea. Lo intento
pero no lo consigo. A lo mejor fue el día en que Amanda empezó a sospechar que
yo nunca me separaría de Vicky. No sé, da igual, en cualquier caso ya da igual.
Porque Amanda no puede soportar más esta situación y ha decidido hoy ponerle
fin.
—¡Por el amor de Dios! ¿No te das cuenta de
que tu matrimonio es un fracaso? Es un enorme fracaso. Un perfecto fracaso, diría
yo. Porque el hecho de que no seas capaz ni tan siquiera de romperlo confirma
la perfección de ese fracaso. Y eso, ¿sabes?, te convierte a ti en un
fracasado. En un perfecto fracasado. —Luego ha hecho una pausa, como para coger
impulso—. Me niego a pasar el resto de mi vida junto a un fracasado.
Al principio me creía capaz de
hacerlo, me sentía con fuerzas, sí. Las palabras de Amanda, su carácter, su
cuerpo, su forma de moverse en la cama, todo eso me atraía de una forma tan
poderosa que no tenía dudas. Me sentía fuerte, ya digo. Era ella la que me
hacía sentir así. Solo tenía que esperar el momento adecuado para abandonar a
Vicky. Pero nunca encontré el momento adecuado. Siempre pasa lo mismo. Dejas
pasar las oportunidades, la fuerza inicial se disipa y al final estás tan
atrapado y tan inerme como un preso en su calabozo. Pasó lo mismo con las otras
y ahora ha vuelto a pasar con Amanda.
—Lo que te ocurre no es que seas un cobarde,
lo que te pasa es que eres un inmaduro. Esa es la palabra exacta. Inmaduro. Tu
problema es que siempre deseas estar donde no estás y tener lo que no tienes.
Eso es todo lo que te ocurre.
Llevamos así todo el día, desde
esta mañana. Ella me recrimina y yo la escucho en silencio. A veces me gustaría
decir algo, justificar algún comportamiento o defenderme de alguna acusación
injusta. Pero en cuanto abro la boca se me quitan las ganas. Todo es tan sucio,
tan repetido y tan inútil que no merece la pena decirlo. Así que ella continúa
analizando la situación, como si rebobinando toda la cinta pudiera entender mejor
la película. Otras veces me da una tregua y permanece callada un gran periodo
de tiempo. En esos instantes yo me sirvo otro whisky o intento leer los
resultados de la liga en el periódico. Ella hace como que toca el piano. Ese
fue el motivo por el que eligió este hotel. A Amanda le gustaba que las
habitaciones tuvieran piano. Le parecía artístico. Será como estar en un cuadro
de Hopper, dijo. Allí podremos hablar tranquilos y encontrar una solución. Eso
era el viernes. Cuando aún pensaba que quizá todo era posible. Cuando aún creía
que era posible remontar el partido.
En otro momento, a media tarde,
mientras me acusaba de ser un embaucador y un encantador de serpientes, Amanda ha
visto desde la ventana un gato que se estaba mojando bajo la lluvia. Ha salido
corriendo a buscarlo. Pero en cuanto ha regresado empapada y sin gato ha
seguido en sus trece. Un embaucador, un encantador de serpientes. Cómo le hago
entender a Amanda que en esta historia yo he sido tan engañado como ella. Que
yo no soy el indio con turbante que sopla la flauta. Que yo soy también la
serpiente que baila porque se ha creído la música. Y que ya no hay música, y
que eso me hace a mí tan desgraciado o más que a ella. Que Amanda encontrará pronto
a otro hombre, algún tipo que la lleve al teatro y que esté dispuesto a comer
pollo todos los domingos. Mientras tanto yo seguiré atado a un trabajo incierto
y a un matrimonio fracasado. A un matrimonio que es como una serpiente muerta.
Todo esto me gustaría decírselo con calma, pero sé que no me escuchará, que me
interrumpirá para llamarme liante o prestidigitador o algo así.
Cuando me levanto a servirme
otro whisky ya es noche cerrada. He perdido la cuenta de los que llevo, pero puedo
ver sobre la mesa una botella vacía y otra bastante empezada. Con el vaso en la
mano me acerco a la ventana. La abro. El frío de la calle me alivia el dolor de
cabeza. Miro las fachadas de enfrente, sucias, viejas, desnudas. Doy otro sorbo
al whisky y escucho un portazo. Y entonces también yo veo el gato bajo la
lluvia.
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