sábado, 22 de marzo de 2014

Un cuadro de Hopper


NO tengo hambre, aunque no haya metido nada sólido en mi cuerpo desde esta mañana. Cuando la chica del servicio de habitaciones llamó a la puerta con el desayuno, Amanda ya llevaba un rato despierta. Yo tomé varias tazas de café y tan solo un panecillo con mermelada. Ella ni siquiera eso. Los nervios le cerraban el estómago, eso fue lo que dijo. También yo conozco esa sensación, es como tener un saco de cemento ahí metido. Pero nadie ha dicho que no se pueda ablandar un saco de cemento con varias botellas de whisky. Así que abrí una enseguida, confiando en que el alcohol me diera el valor que necesitaba.

—¡El whisky es la sangre de los cobardes!, ¿no es así? —ha exclamado Amanda—. Mírate, al final lo has conseguido, ya eres como uno de tus personajes literarios. Eso sí, tan falso y tan patético como ellos.

Ese fue el primero de sus reproches. Luego vinieron muchos más. Cientos. Quizá miles. Si alguien alguna vez decide que deba celebrarse el Día Mundial de los Reproches, ese día debería ser hoy. Si contáramos todos los reproches mutuos acumulados en los últimos tres meses, creo que batiríamos un récord. Amanda y yo hemos estado insultándonos desde el primer día. Al principio lo hacíamos con cariño, a modo de broma. Se trataba más bien de un juego que a los dos nos divertía e incluso nos excitaba. Pero no sé en qué momento dejó de ser divertido y excitante. O en qué momento se convirtió en un juego cruel y destructivo. Lo cierto es que nos hemos acostumbrado a tratarnos de esa manera y que ahora tiene maldita la gracia. No consigo recordar el momento en que cruzamos esa línea. Lo intento pero no lo consigo. A lo mejor fue el día en que Amanda empezó a sospechar que yo nunca me separaría de Vicky. No sé, da igual, en cualquier caso ya da igual. Porque Amanda no puede soportar más esta situación y ha decidido hoy ponerle fin.

—¡Por el amor de Dios! ¿No te das cuenta de que tu matrimonio es un fracaso? Es un enorme fracaso. Un perfecto fracaso, diría yo. Porque el hecho de que no seas capaz ni tan siquiera de romperlo confirma la perfección de ese fracaso. Y eso, ¿sabes?, te convierte a ti en un fracasado. En un perfecto fracasado. —Luego ha hecho una pausa, como para coger impulso—. Me niego a pasar el resto de mi vida junto a un fracasado.

Al principio me creía capaz de hacerlo, me sentía con fuerzas, sí. Las palabras de Amanda, su carácter, su cuerpo, su forma de moverse en la cama, todo eso me atraía de una forma tan poderosa que no tenía dudas. Me sentía fuerte, ya digo. Era ella la que me hacía sentir así. Solo tenía que esperar el momento adecuado para abandonar a Vicky. Pero nunca encontré el momento adecuado. Siempre pasa lo mismo. Dejas pasar las oportunidades, la fuerza inicial se disipa y al final estás tan atrapado y tan inerme como un preso en su calabozo. Pasó lo mismo con las otras y ahora ha vuelto a pasar con Amanda.

—Lo que te ocurre no es que seas un cobarde, lo que te pasa es que eres un inmaduro. Esa es la palabra exacta. Inmaduro. Tu problema es que siempre deseas estar donde no estás y tener lo que no tienes. Eso es todo lo que te ocurre.

Llevamos así todo el día, desde esta mañana. Ella me recrimina y yo la escucho en silencio. A veces me gustaría decir algo, justificar algún comportamiento o defenderme de alguna acusación injusta. Pero en cuanto abro la boca se me quitan las ganas. Todo es tan sucio, tan repetido y tan inútil que no merece la pena decirlo. Así que ella continúa analizando la situación, como si rebobinando toda la cinta pudiera entender mejor la película. Otras veces me da una tregua y permanece callada un gran periodo de tiempo. En esos instantes yo me sirvo otro whisky o intento leer los resultados de la liga en el periódico. Ella hace como que toca el piano. Ese fue el motivo por el que eligió este hotel. A Amanda le gustaba que las habitaciones tuvieran piano. Le parecía artístico. Será como estar en un cuadro de Hopper, dijo. Allí podremos hablar tranquilos y encontrar una solución. Eso era el viernes. Cuando aún pensaba que quizá todo era posible. Cuando aún creía que era posible remontar el partido.

En otro momento, a media tarde, mientras me acusaba de ser un embaucador y un encantador de serpientes, Amanda ha visto desde la ventana un gato que se estaba mojando bajo la lluvia. Ha salido corriendo a buscarlo. Pero en cuanto ha regresado empapada y sin gato ha seguido en sus trece. Un embaucador, un encantador de serpientes. Cómo le hago entender a Amanda que en esta historia yo he sido tan engañado como ella. Que yo no soy el indio con turbante que sopla la flauta. Que yo soy también la serpiente que baila porque se ha creído la música. Y que ya no hay música, y que eso me hace a mí tan desgraciado o más que a ella. Que Amanda encontrará pronto a otro hombre, algún tipo que la lleve al teatro y que esté dispuesto a comer pollo todos los domingos. Mientras tanto yo seguiré atado a un trabajo incierto y a un matrimonio fracasado. A un matrimonio que es como una serpiente muerta. Todo esto me gustaría decírselo con calma, pero sé que no me escuchará, que me interrumpirá para llamarme liante o prestidigitador o algo así.

Cuando me levanto a servirme otro whisky ya es noche cerrada. He perdido la cuenta de los que llevo, pero puedo ver sobre la mesa una botella vacía y otra bastante empezada. Con el vaso en la mano me acerco a la ventana. La abro. El frío de la calle me alivia el dolor de cabeza. Miro las fachadas de enfrente, sucias, viejas, desnudas. Doy otro sorbo al whisky y escucho un portazo. Y entonces también yo veo el gato bajo la lluvia.

 

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